Tesoros de tierras remotas

Obras medievales en los museos de la XMAC

Comisario: Alberto Velasco Gonzàlez

La Edad Media nos queda lejos. Por esta razón, cuando oímos hablar del siglo XIII nos invade un cierto vértigo, una especie de inseguridad relacionada con los hechos y el conocimiento causada por la distancia temporal. Pero esta no es la única distancia que condiciona nuestro acercamiento a los siglos medievales. ¿Cómo percibimos la idea de distancia física en comparación con los siglos del románico y del gótico? ¿Podemos captar realmente lo que suponía un viaje largo para esa gente? Antes de la pandemia de la Covid19, no nos daba pereza alguna coger un avión. Actualmente, viajar a tierras lejanas quizás no es tan difícil como en la Edad Media, pero sí que nos genera inseguridades e incertidumbres.

Por otra parte, en los siglos medievales, las obras de arte se movían acompañando a las personas. Sus desplazamientos conllevaron el movimiento de objetos, ya fuera porque se los llevaban para utilizarlos durante su estancia lejos de casa, o bien -esto nos interesa más- porque los adquirían en sus desplazamientos al ser productos raros y difíciles de encontrar en los mercados propios. En este sentido, la fe y el comercio están detrás de la llegada a tierras catalanas de muchos productos y manufacturas artísticas desde lugares tan exóticos como Al-Andalus, Egipto, Persia o Bizancio, pero también de lugares más cercanos como Italia, Francia o los Países Bajos del Sur. Muchas veces, especialmente en el caso de aquellos procedentes de Oriente y el norte de África, objetos que no tenían un uso religioso en sus lugares de origen acabaron integrándose en el tesoro sagrado de las iglesias catalanas, a menudo como envoltorios de reliquias. Y esto tiene su explicación, tal y como trataremos de argumentar en esta exposición.

Hoy, más que nunca, la distancia temporal de los siglos y la curiosidad por conocer cómo se abordaban los recorridos de larga distancia de personas y objetos, nos suscita cierta atracción y, sobre todo, una serie de interrogantes que esta exposición virtual intentará responder a través de diferentes conceptos e ideas. La intención es hablar de un conjunto de obras de arte reunidas en los museos que integran la Xarxa de Museus d’Art de Catalunya que son testimonio de la circulación de mercancías y objetos en la Edad Media, y demostrar que estos movimientos comportaron la llegada de una serie de producciones artísticas, algunas de ellas muy exóticas, que entonces ya fascinaban y que hoy todavía nos siguen maravillando.

Entre oriente y occidente,
pasando por al-ándalus

En tiempos del 5G, de la globalización y de Amazon, procede preguntarse por qué en un yacimiento del Segrià de hace mil quinientos años aparecieron un conjunto de objetos de procedencia mediterránea y oriental. Del mismo modo, puede parecernos sorprendente que unas piezas de ajedrez hechas en Egipto o Persia fueran adquiridas por un caballero del siglo XI y su esposa y acabaran formando parte del tesoro de la colegiata de Sant Pere d’Àger. Todo tiene su explicación particular, pero existe una razón en común: las relaciones Oriente-Occidente se han mantenido bien vivas desde tiempos inmemoriales y se han visto reflejadas en la traslación de objetos y manufacturas artísticas. Desde el siglo XIII, los mercaderes catalanes poseían consolados en Túnez, Bugía (Bejaïa, en Argelia) o Alejandría. Pero los movimientos no fueron unidireccionales, ya que las lanas tejidas en Lleida se abrieron camino más allá de los confines de la cristiandad, y en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí (Egipto) se conserva una pintura donada en 1387 por Bernat Maresa, ciudadano de Barcelona y cónsul de los catalanes en Damasco. Las relaciones mediterráneas, así como los intercambios comerciales con Al-Andalus, no solo facilitaron la llegada de lujosos tejidos y objetos, que fascinaban a las élites cristianas, sino también de otras obras más modestas que eran adquiridas por las oligarquías de las ciudades, como los iconos bizantinos. En este sentido, sabemos que en 1404 llegaron al puerto de Barcelona diferentes barcos procedentes de Bizancio con numerosos iconos en su carga, además de sillas, arquetas, alfombras y otros objetos..

Europa, un gran mercado artístico

Los siglos medievales vieron como determinadas producciones artísticas se difundían por Europa de forma masiva gracias a les redes comerciales. La orfebrería de época románica en Cataluña dispone de producciones autóctonas importantes, pero es el momento en el que irrumpe con fuerza un tipo de objetos de bajo coste y de gran solvencia estética, los esmaltes de Limoges. En la región limosina se produjeron cruces, relicarios, candelabros, píxides, copones, incensarios, cubiertas de libros, o báculos. La llegada de estas manufacturas a Cataluña incluso generó imitaciones por parte de talleres locales. Sin embargo, fue durante el gótico que se materializó el triunfo de determinadas producciones artísticas con denominación de origen. Los bordados ingleses, los marfiles franceses, los alabastros de Nottingham, las arquetas italianas, los retablos flamencos, o la metalistería de latón y cobre de ciudades como Nuremberg o regiones como Namur inundaron el mercado europeo. Por aquel entonces Flandes sobresalía como gran mercado y, por esta razón, los catalanes fundaron, en 1330, uno de los primeros consolados en Brujas. De este modo, las potentes redes comerciales tejidas entre Flandes y la Corona de Aragón permitieron que objetos como la excepcional lámpara de latón conservada en el Museu Diocesà i Comarcal de Solsona llegara a Santa Fe de Valldeperes.

El embellecimiento de los
altares y de los hogares

Las imágenes jugaban un rol importante tanto en las iglesias como en los hogares. La experiencia religiosa se canalizaba a través de los retablos que presidían los altares de los templos, pero también a través de las pinturas y esculturas devocionales, de pequeñas dimensiones, que los fieles utilizaban en la intimidad de sus domicilios. Para satisfacer la necesidad de obras de arte en estos ámbitos se podía recurrir a artistas del país, o bien a producciones importadas que podían aportar exotismo, distinción o, incluso, más emotividad a la práctica piadosa. Algunas obras de este apartado nos indican la vitalidad del comercio de obras artísticas entre la Corona de Aragón y el norte de Europa ya a principios del siglo XV. Otras, en cambio, nos revelan cómo la producción y exportación de retablos esculpidos se centralizará en la zona de Brabante poco después, con numerosos ejemplares documentados en tierras hispanas. Determinadas producciones, como la de las pequeñas esculturas de Malinas, estaban especialmente pensadas para el entorno doméstico, aunque, cuando llegaron a nuestra tierra, en numerosas ocasiones se integraron en los altares de iglesias o monasterios. Lo mismo ocurrió con los pequeños marfiles franceses o con las piezas flamencas realizadas en terracota, cuya llegada queda bastante bien atestada en Barcelona gracias a la documentación mercantil y los inventarios de las casas particulares.

Reliquias y adaptaciones

Visto con los ojos del siglo XXI nos puede parecer extraño que en el interior de un altar cristiano consagrado del siglo XI aparezcan reliquias envueltas en un tejido oriental y dentro de un receptáculo andalusí. ¿Cómo puede ser que los restos mortales de cuerpos santos, de mártires cristianos, se protegieran con manufacturas producidas por infieles? La respuesta es sencilla: por la fascinación que la sociedad cristiana sentía por algunos de los objetos artísticos que producían «los otros». Este hecho provocó que muchos de los receptáculos de reliquias utilizados en Cataluña en época románica, las llamadas lipsanotecas, fueran de procedencia oriental o andalusí. En el Califato de Córdoba (929-1031) existía un importante consumo de manufacturas de lujo, lo cual favoreció la llegada, por ejemplo, de frascos de vidrio tallado elaborados en Persia y destinados a contener cosméticos. A pesar de este uso original tan prosaico, algunas de estas piezas acabarían siendo utilizadas para consagrar altares en Cataluña. Algo similar puede afirmarse para los tejidos hispanoárabes labrados con seda, los cuales podían utilizarse para tejer indumentos litúrgicos, o bien para custodiar a las reliquias dentro de las lipsanotecas, ya que se consideraban materiales nobles y dignos de proteger restos santos. Ya en los siglos del gótico, las arquetas forradas con diferentes materiales, como las de peltre venidas de Chipre, o las de hueso llegadas de Italia y hechas por el linaje de los Embriachi, pasaron de contener objetos preciados del mundo profano, a hospedar cuerpos santos en iglesias y catedrales.

Importaciones para la
liturgia y la devoción

Los primeros testimonios documentales sobre la presencia de obras esmaltadas lemosinas en iglesias catalanas datan de inicios del siglo XIII. Precisamente, el gran impulso de la difusión de la obra de Limoges fue a raíz del IV Concilio Lateranense (1215) y del apoyo del papa Inocencio III (1298-1216), que probablemente conoció in situ las piezas en un viaje a la región. Una de las razones de su éxito es el bajo coste y el fulgor visual de los esmaltes que las decoraban. Las prácticas asociadas a la liturgia comportaron la llegada de otros objetos necesarios para los rituales y el embellecimiento del altar, como imágenes de Cristo realizadas en bronce y producidas en el entorno germano, un área que sobresalía por la forma de trabajar los metales. Destacan también los cuencos mal llamados «hanseáticos». La mayoría de ellos se han localizado en Estonia, aunque el área de difusión se extiende desde el Báltico hasta el Bajo Rin, pasando por Inglaterra, Polonia y la costa del Mar del Norte. Esta democratización de los objetos vinculados a la piedad se hace patente también en los marfiles franceses que, a pesar del material precioso con que estaban hechos, debían de ser relativamente económicos por sus pequeñas dimensiones.